Pop-up oversættelse til siderne 23 og 24

Pasaron una tarde inolvidable. Fantasía le enseñó a ponerse en el lugar de las hormigas, para ver el mundo desde abajo, a revolotear como las abejas, para apreciarlo desde media altura, a ser como los peces, para deslizarse bajo el agua, y a silbar como el viento entre las hojas. Eso fue lo que más entusiasmó al escribiente, porque su más secreto anhelo era silbar en la ducha, pero nunca había podido. También aprendió a palpar al mundo con los ojos cerrados, adivinando por su textura la secreta naturaleza de las cosas, y a diferenciar el olor de la yerbabuena, el tomillo y el laurel. Se comunicaron telepáticamente con los conejos, que contaron que los hombres los cazan por deporte, con las flores, que dijeron que las cortan para adornos de iglesia, con las abejas, que se quejaron de que les roban la miel, y con los pinos, que odian la Navidad, porque los mutilan sin piedad. Cuando se cansaron de jugar, los dos amigos se sentaron en medio del paisaje, escuchando el

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silencio con toda atención. Y, finalmente, cuando el sol comenzó a descender en el horizonte, decidieron que era hora de regresar.
Ella se acomodó los velos, recuperó su paloma, tomó a don Cornelio de la mano y recitó los versos mágicos. Se elevaron sin tropiezos y volaron de vuelta con más gracia y seguridad que la primera vez. Penetraron en el colchón de humo que flotaba sobre los techos, pero don Cornelio llevaba en los ojos el recuerdo azul del cielo y todo le pareció menos gris y más amable. Planearon entre los edificios más altos sin que nadie los viera, porque los habitantes de la ciudad rara vez levantan la mirada del suelo y, por sugerencia de don Cornelio, que no deseaba llamar la atención, eligieron para el aterrizaje un edificio en construcción. Se posaron sobre las altas vigas de acero, a muchos metros sobre la calle. Cuando él miró hacia abajo, sintió que le flaqueaban las piernas: podía volar sin miedo, pero caminar en las alturas le daba vértigo. Se caló el sombrero hasta las orejas, para que el viento no se lo arrebatara, se aferró a la mano de su amiga y descendió con ella por una interminable escalera.
A mitad de camino se encontraron con un obrero que pintaba un muro. No pareció sorprendido al ver en aquel lugar a una señora ataviada de tan extravagante manera y a un caballero maduro con un racimo de uvas colgando de su sombrero. Saludó agitando la brocha y don Cornelio le estrechó la mano, a pesar de que no era su costumbre relacionarse con personas no previamente presentadas.